¿Es suficiente tener autoridad para suceder a un líder?
Para ser líder se requiere tener, ante todo, autoridad[1]. Y todo desarrollo genuino de la autoridad pasa por tres etapas:
En la primera, las personas que se relacionan con una empresa familiar (familiares, empleados, clientes o proveedores, entre otros “grupos de interés”), le conceden a quienes comienzan en un cargo de responsabilidad una especie de “crédito». Hay un voto de confianza inicial, sobre todo, cuando se trata de los hijos de los dueños, pues se asume que han contado con la educación y formación necesarias para dirigir algún día la empresa. Digamos que todos apuestan con buena fe por los candidatos a futuros líderes.
En la segunda etapa, el juicio de esas personas por el desempeño del día a día, determinará a lo largo del tiempo si los candidatos que deberán gozar de la auctoritas, tienen las condiciones que sus cargos les exigen. Para ello, hace falta madurar en la toma de decisiones y en la entrega de resultados.
Finalmente, la tercera y última etapa en la que el sistema le otorga la autoridad a alguno de los candidatos a ser líder, es en un momento de crisis. Una situación imprevista, algo que de alguna manera ponga en peligro la estabilidad del propio sistema (del tipo económica, laboral, de producción o en una sucesión no planificada), y que, gracias a las decisiones que esa persona toma, lleva a buen puerto a la organización. Es en ese momento es cuando la gente a su alrededor comienza a mirarla de otra manera y piensa: «Este es el líder que necesitamos».
Pero a veces, tener autoridad no es suficiente…
Adicionalmente necesitamos contar con una definición clara del poder. Los recorridos de experiencias que acreditan la autoridad de los sucesores deben ser reforzados con reglas claras en los cargos, así como con unos órganos de gobierno establecidos y en funcionamiento, que pueden disminuir sensiblemente las probabilidades estadísticas de que falle el traspaso a las siguientes generaciones en la transmisión del liderazgo.
Eventualmente, los futuros líderes deberán ocupar sus puestos en la organización, de acuerdo con el plan que la familia propietaria irá diseñando. Estos pueden ser cargos de gestión, de gerencia general o en algún órgano de gobierno. Es así como, al momento de ocupar los cargos que definen el liderazgo de la organización, los sucesores encontrarán el orden necesario para administrar el poder que han dejado los sucedidos en el mismo cargo.
La idea en el fondo es buscar a un sucesor en el cargo, no a un sustituto de la persona. No podemos clonar a un fundador de una empresa. Se heredan las acciones, pero no las habilidades del fundador. Su carisma, visión de negocio y espíritu fundacional son irrepetibles.
Pero sí podemos sustituir a la persona que cumple sus funciones, si están bien definidas. Y los herederos del cargo continuarán ejerciendo las responsabilidades del fundador, con características propias que le imprimirá la personalidad de cada uno, dándole a la empresa familiar continuidad con la autenticidad y funcionalidad de un nuevo liderazgo, con poder y autoridad.
Hannah y mis hermanos
¿Cómo se percibe entonces, desde el poder y la autoridad, la naturaleza del liderazgo en una organización? Permítanme responder esta pregunta con una anécdota personal.
En el verano del 2020, el confinamiento por el COVID-19 se levantó por unos días en el Estado de Texas. Mi hermano y yo, que vivimos en Houston, decidimos aprovechar este respiro e ir a visitar a nuestra hermana en Austin, a unas dos horas. Los tres estamos casados y tenemos dos hijos cada uno, en aquel tiempo, de edades entre los 15 y 10 años.
Una de las actividades que compartíamos de vez en cuando era rentar un bote e ir a navegar en el lago Travis. Mi cuñado, que hacía la reserva, era el responsable de conducir el bote. Bromeando, le llamábamos «capitán», aunque no acumulara más de diez horas de navegación. El resto de los adultos (los marineros) simplemente nos dedicábamos a actividades recreativas.
El fin de semana de la reserva, un huracán llamado Hannah, de los que suelen azotar los veranos de la región, se anunciaba con probabilidades de presentarse en el lago. Al llegar a la marina, el cielo estaba de un brillante enceguecedor y decidimos aventurarnos. Mis hermanos, mi cuñado, los seis niños y yo subimos con la esperanza de pasar una buena tarde. Teníamos 50 % de probabilidades de que Hannah no nos afectara.
Cuando estábamos en la mitad del lago, se desató la tormenta. No tuvimos tiempo de regresar, así que el bote, en medio de la lluvia y el viento, empezó a hacer aguas. Los niños, apilados en el frente del bote, empezaron a ponerse muy nerviosos. Ni qué decir de los adultos, que intentábamos encontrar una solución rápida ante la situación.
Pero no había caso. Nos estábamos hundiendo. De repente, recordé que, en mi época de constructor de apartamentos de playa en Venezuela, un pescador local me dijo que lo más importante en una embarcación era distribuir bien el peso. Sobre todo, en un mar picado, hay que tratar de dejar el frente lo más liviano posible para poder surfear las olas y avanzar. Comencé a gritar:
—¡Atrás! ¡Vengan para atrás, niños!
Pero, aunque sabía que me oían (incluyendo a mis hijas), ninguno se movió.
En eso, mi cuñado llamó a la oficina de la marina con su teléfono móvil y, en medio del ruido, el agua y la confusión, logró explicar lo que sucedía y les pidió que le aconsejaran qué hacer. Fue entonces cuando vi que escuchó algo al otro lado de la línea, guardó el teléfono y comenzó́ a gritar:
—¡Atrás! ¡Vengan para atrás, niños!
Acto seguido, todos se movieron hacia la popa, el bote se equilibró y el agua salió por los desagües que tenía a los costados para esos casos.
A los pocos minutos todo se calmó. Hannah se fue tan rápido como había venido. Todos empezaron a reír, algunos aún nerviosos, otros por la emoción de la aventura. Todos menos yo. ¿Cómo era posible que no me hubiesen hecho caso a mí, que les había dado la solución antes que mi cuñado y, en cambio, a él le obedecieron apenas repitió lo que yo había dicho? La respuesta se me hizo tan obvia y contundente que ni siquiera me atreví a plantearle el tema a ninguno.
Cuando un grupo identifica al responsable de llevarlos a buen puerto en medio de la crisis, y la estructura jerárquica funciona, la autoridad puede ceder ante el poder. Cuando amarrábamos el bote de regreso, me vino a la mente un dicho muy famoso que hay en mi pueblo: «Donde manda capitán, no manda marinero».
Guillermo Salazar es socio director de Exaudi Family Business Consulting®, experto en gobierno corporativo, planificación estratégica de la sucesión y patrimonios familiares. Ha asesorado a numerosas familias empresarias en sus protocolos, transición generacional, alineación de la visión de la familia y sus valores para la toma de decisiones y resolución de conflictos. Seguir leyendo
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